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Guinefort, el perro santo

HistoricosEntre los siglos XII y XIII, a unos 400 km al sur de Paris, en un castillete de la diócesis de Lyon suceden los hechos. No contaban con guardias pues era una residencia modesta, solo había algunos perros. 

Un día, el dueño del castillo y su esposa fueron a una ciudad vecina, dejando a su hijo más pequeño durante algunas horas solo. Y, en su ausencia, una serpiente entró en la habitación del niño.

Uno de los perros era un galgo de nombre Guinefort, quien percibió el peligro y atacó a la serpiente para defender al pequeño dándole varias mordidas de las que la serpiente no sobrevió. Pero el niño y la sala quedaron manchados de sangre. 

Horas después, al regreso del matrimonio, la escena parecía dantesca y la madre entró en pánico creyendo que la sangre era del hijo, que había sido atacado por Guinefort. Entonces ciego de ira, el esposo sacó su espada y con un movimiento fuerte y rápido, decapitó al valiente y pobre galgo. La pareja no tardó en reconocer que el infante estaba bien, dormido, en paz, luego la explicación debía ser otra. 

Encontraron la cabeza de la serpiente en un rincón de la habitación y comprendieron la gran injusticia que habían cometido contra el galgo Ginefort al quitarle la vida siendo el perro quien había salvado la vida de su hijo.

El matrimonio se sintió en deuda con Dios que había mandado a Ginefort para que intercedirea para salvar la vida al niño. Culpables por la incomprensión, ignorancia y crueldad que había terminado con la vida de Ginefort y, avergonzados y apenados, proporcionaron al animal un entierro con honores. 

La familia cambió de domicilio semanas después. Sin embargo, la historia perduró entre las gentes, transmitiéndose entre la población local. Guinefort en boca del pueblo pasó a ser adorado como mártir cristiano y recibió de los campesinos locales el título de santo. 

De diversas regiones de Francia peregrinaban para visitar la tumba del Ginefort, con la esperanza de alcanzar sus bendiciones y para que curara a sus hijos enfermos.

La Iglesia no reconoció la santidad del perro.
Esteban de Borbón, fraile dominico e inquisidor, escribió un relato sobre el caso expresando que en su opinión la historia era absurda y que las adoratrices peregrinas de Guinefort estaban poniendo en riesgo la salud de sus hijos, ya que el Ginefort no hacía milagros. Pero, aunque lo respaldaba la propia Inquisición, el fraile decidió no procesar a estas mujeres por herejía. No encontró maldad alguna en las madres que solo pretendían ver sanosa sus hijos.

Antes del siglo XIII, la heroicidad de Guinefort le granjeó el título de santo entre el pueblo en distintas partes de Europa, extendiénsode la creencia de que los perros tenían poderes místicos. Y con esta creencia muchos señores y caballeros emplearon a perros como trabajadores, con la creencia y esperanza de que las futuras enfermedades y heridas de los humanos fueran curadas con sus lamidos; igualmente para que los soldados estivieran debidamente escoltados tras las violentas batallas. 

Esteban de Borbón, el dominico inquisidor, se esforzó en poner fin a lo que consideró supersticiones en torno a Guinefort. Exigió la exhumación del cadáver del galgo Ginefort y ordenó que sus huesos fueran quemados y sepultados lejos de Lyon. Al parecer el dominico intransigente llegó a amenazar a los campesinos con excomunión y exilio si persistían en la adoración a Guinefort. 

Todos los esfuerzos del inquisidor no terminaron con la veneración hacia el perro Ginefort. 

Esteban de Borbón murió en 1260, a los cinco años de concluir su tratado sobre la fe, donde enfatizaba sobre mitos y supersticiones. La adoración a Guinefort avanzó en el tiempo. La práctica de solicitar al animal la cura de bebés y de niños enfermos se extendió hasta el siglo XIX por lo menos. 

En algunas regiones del interior de Francia tenían incluso mapas para orientar a los peregrinos hacia la tumba original del perro milagroso. 

En el siglo XX, entre 1960 y 1970, el heroísmo de Guinefort aun se celebraba en los alrededores de Lyon.

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