Entre los siglos XII y XIII, a unos 400 km al sur de Paris, en un castillete de la diócesis de Lyon suceden los hechos. No contaban con guardias pues era una residencia modesta, solo había algunos perros. Un día, el dueño del castillo y su esposa fueron a una ciudad vecina, dejando a su hijo más pequeño durante algunas horas solo . Y, en su ausencia, una serpiente entró en la habitación del niño. Uno de los perros era un galgo de nombre Guinefort, quien percibió el peligro y atacó a la serpiente para defender al pequeño dándole varias mordidas de las que la serpiente no sobrevió. Pero el niño y la sala quedaron manchados de sangre. Horas después, al regreso del matrimonio, la escena parecía dantesca y la madre entró en pánico creyendo que la sangre era del hijo, que había sido atacado por Guinefort. Entonces ciego de ira, el esposo sacó su espada y con un movimiento fuerte y rápido, decapitó al valiente y pobre galgo. La pareja no tardó en reconocer que el infante