En los días oscuros del sitio de Leningrado, cuando el frío y el hambre cobraban vidas cada jornada, un gato llamado Vaska se convirtió en un salvador inesperado para una familia. No vestía uniforme ni blandía armas, pero sus patas ligeras, mirada alerta y sigilo felino fueron tan decisivos como cualquier acto heroico.
Cada mañana salía a merodear entre ruinas y nieve. Su dueña, una mujer de carácter firme y manos agrietadas por el invierno, lo esperaba con su pequeña en brazos. Con lo que Vaska traía —un ratón, un gorrión, o a veces solo unas plumas— improvisaban un caldo que les permitía resistir un día más. El gato, paciente, se acomodaba junto al fogón mientras el olor de la comida llenaba el aire. Por las noches, los tres compartían una misma manta, resguardándose del frío y del silencio.
En una ocasión, antes de que las sirenas anunciaran peligro, Vaska comenzó a maullar y a correr inquieto por la casa. La mujer entendió la advertencia sin necesidad de palabras: tomó a su hija y lo poco que tenía, y corrió al refugio. Minutos más tarde, las bombas destruyeron la zona. Otra vez, el gato había salvado sus vidas.
Durante todo el invierno y hasta que llegó la primavera, la mujer recogía migajas para atraer aves. Vaska, cada vez más delgado pero igual de preciso, continuaba cazando para alimentar a las dos mujeres que lo miraban como a un ángel con bigotes.
Cuando el bloqueo llegó a su fin y la ciudad lentamente volvió a respirar, la gratitud de la dueña no disminuyó. Aun con comida suficiente, siempre reservaba para él la mejor parte, acariciándolo y susurrándole: “Tú nos salvaste.”
Vaska murió en 1949 y fue sepultado como un miembro más de la familia, con una cruz y un nombre: Vasily Bugrov. Años después, la mujer fue enterrada junto a él. Luego también su hija.
Hoy descansan los tres bajo la misma tierra, como en aquellos inviernos, cobijados de nuevo por la misma “manta” que los unió para siempre.